Cuenta la leyenda que hubo un tiempo
en que las cuatro estaciones convivieron en nuestro mundo. La primavera, el
verano, el otoño y el invierno se manifestaban a la vez, durante todo el año.
Las copas de los árboles se cubrían
con sombreros de escarcha, y vestían tanto hojas secas como hojas verdes y
llenas de vida. Un sol que, sin llegar a ser abrasador, templaba el ambiente,
lanzaba sus rayos hacia la tierra. Las flores se mecían tímidamente con un
suave viento que se mantenía imperturbable durante todo el año. Y es que era la
combinación perfecta de la brisa cálida del verano y la fresca corriente de la
primavera con el frío gélido del invierno y el aire nostálgico del otoño.
Durante muchos siglos, se mantuvo el
equilibrio entre las cuatro. No hubo problemas. Hasta que empezaron a pelear
entre ellas. Ya no soportaban tener que compartir la tierra. Las estaciones
querían dominar la una sobre la otra. Cada una amaba la naturaleza creada a su
propio antojo. Y comenzaron las rencillas, motivadas por su egoísmo.
A punto estuvieron las estaciones de
arrasarlo todo. Su avaricia les hizo luchar por eliminarse mutuamente.
Rompieron la unidad que habían mantenido durante tanto tiempo, por no ser
capaces de ver más allá de sus propios intereses.
Sin embargo, sí fueron capaces de comprender
el sinsentido de su continua autodestrucción y, por su propio bien, decidieron
reaccionar. En una ráfaga de sensatez, tomaron una decisión. Si no dejaban de
pelear, si no eran capaces de volver al equilibrio que las había mantenido
unidas durante tanto tiempo… debían separarse. Todas estuvieron de acuerdo en
que esa era la única solución.
Y así fue como las estaciones, que siempre
habían hecho acto de presencia al mismo tiempo, aprendieron a compartir. Cada
una dispondría de tres meses en los que podrían moldear el entorno a su
antojo. Una vez acabada su tarea, se sumirían en un sueño reparador, hasta que
volviese a llegarles el turno.
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