No
sabía hacia dónde me dirigía, ni cuánto tiempo llevaba allí. Con cada paso que
daba, el laberinto cambiaba de forma, cerrándome el paso, ocultándome la
salida.
El
monstruo me perseguía, aferrado a mi sombra, siempre pisándome los talones y anticipándose
a mis movimientos. A veces me cortaba el paso y yo debía buscar otro camino, pero
él siempre conseguía evitar que huyera. El monstruo parecía conocer a fondo
cada recoveco de aquel laberinto. Parecía capaz de mirar a los ojos a mi alma
asustada y, sin embargo, yo nunca pude contemplar su rostro. A pesar del miedo
que me profesaba, jamás adiviné su silueta ni su voz.
Los
muros de mi cárcel crecían en todas direcciones, pero mis pies nunca corrían lo
suficiente. Las alas, si es que las tenía, no me permitían sobrevolar el
laberinto. Mis fuerzas se consumían por momentos, pero me había prometido
encontrar el remedio para aquel cautiverio. Tendría que haber alguna manera...
Más
tarde descubrí que el monstruo del laberinto no moraba en otro cuerpo sino en
el mío. El monstruo me conoce tanto o más que yo mismo porque habita en mi
interior. Yo era el constructor de mi propia trampa. Yo construí el laberinto y
me perdí en él.
Podía
dejar que el monstruo me acechara, que creciera sin límites y me dominara, o
podía hacer que adoptara la forma que yo quisiera. El control estaba en mis
manos.
Pero
no derribé el laberinto, ni tampoco maté al monstruo. Decidí que el plan A ya no
sería la huida.
No
solo hallé la salida sino que, además, recorrí mil veces cada camino y pasadizo
dentro del laberinto. Salí y volví a entrar las veces que hizo falta hasta que
conseguí desentrañar todos sus secretos, que eran, al fin y al cabo, los míos.