Dicen,
y quién sabrá si es cierto o no, que el alma pesa 21 gramos. Que cuando
exhalamos nuestro último suspiro de vida, el alma abandona nuestro cuerpo y
viaja hacia quién sabe dónde. Quizá al Cielo de las Almas, donde descansan
entre cojines de nubes, o al Departamento de la Reencarnación, para conocer el
nuevo cuerpo en el que serán implantadas.
Sin
embargo, cuando nuestro músculo tetracompartimentado firma su jubilación y los
21 gramos del alma son desalojados de nuestra piel y nuestros huesos, la Muerte
aún tiene un largo camino por recorrer. Y es que la Muerte, al contrario que la
Vida, no es dueña de nuestro ser. La Muerte debe aguardar siempre al Olvido,
pues aun después de ser tierra y polvo, antes de ser nada, hallamos cobijo
anidando en la memoria de aquellos que nos aman.
Los
21 gramos del alma de un ser querido pueden llegar a convertirse en la droga
más adictiva y peligrosa, llegando a formar parte de nosotros mismos, durmiendo
entre los recovecos de cada una de nuestras células.
Guardamos
celosamente cada palabra, beso, caricia y abrazo que compartimos. Archivamos
las anécdotas, los secretos y confesiones, los buenos y los malos momentos,
cada sonrisa y cada lágrima al lado de quienes nos importan. Defendemos con
furia los colores de sus risas y esas chispas en la mirada, capaces de crear
terribles y contagiosos incendios de amor.
Cuando
el Olvido entra en escena para representar su papel, entonces, y solo entonces,
la Muerte podrá bajar el telón en nuestra función, poniendo punto y final a nuestra
obra. Mientras tanto, permaneceremos en este mundo. No en cuerpo, pero sí en
alma. Mientras tanto, seremos recuerdo. Seremos inmortales.