Jugamos a
ser dioses
sin
movernos de la cama.
Creímos que
jamás
llovería en
nuestra llama.
Tumbados
sobre la hierba, seguíamos con la mirada la frenética carrera de las nubes.
Algunas crecían a medida que avanzaban y, finalmente, hallaban un nuevo
horizonte. Otras, por el contrario, se deshacían con el suave viento, sin
resistir el duro viaje que la naturaleza les había encomendado. Las más
nostálgicas iban quedando rezagadas hasta verse suspendidas en el cielo,
perdidas en un limbo sin color ni futuro. Las había incluso revolucionarias,
nubes que cuestionaban aquella marcha milenaria y se agrupaban en oscuros
cúmulos de moléculas de agua y polvo para invocar al ruido entre lágrimas
rebeldes.
A la orilla de nuestro lago, entre el canto de las
aves, le suplicábamos al Dios del Tiempo que aquel verano no acabase nunca.
Quisimos
ser reyes de un cuento,
gobernantes
de nuestra fantasía.
Quisimos
retener lo efímero
para
hacerlo eterno,
no tener nada
que temer,
tenerlo
todo, tenernos,
en mil pecados
perdernos.
Aquel
verano terminó. Como diría Amaral en su eterna sabiduría callejera, "no
quedan días de verano"; "agosto de calor, septiembre de
tormenta".
Las nubes
lloraron nuestra ausencia. Las aves se sumieron en un largo silencio. El lago
se volvió oscuro y frío tras esconder nuestro recuerdo en sus aguas más
profundas. La hierba se secó y un manto de nieve cubrió su cadáver.
"Ya no hay amor", nos susurraba el bosque en
su antiguo lenguaje. Se nos rompió el amor de tanto usarlo o, más bien, de no
haberle hecho justicia. No nos amamos poco, nos amamos mal.
Lo efímero
muere
si dura más
que un suspiro,
es tan corto
el amor
y tan largo
el olvido...
Preso de
una oscura pasión,
nuestro
fuego ardió con prisa.
Ayer sonó
nuestra canción,
hoy solo quedan cenizas.
Lo bueno,
si breve,
dos veces
duele,
dos veces
llueve,
dos veces
bello.