La
música entraba por su ventana cada tarde a las cinco y media. La suave melodía
de un piano inundaba sus oídos, haciéndole sentir unas veces relajado, como si
descansara sobre un lecho de nubes, y otras tantas desbordado, como si
cabalgara sobre un caballo salvaje. A veces creía oír el dulce cantar de pajarillos
al amanecer y, otras, el terrible crujir del cielo en una noche de tormenta.
Le
resultaba admirable la aparente facilidad con la que su vecina tocaba aquellas
piezas. Cómo podía hacerle experimentar distintos estados de ánimo, y a menudo
transportarlo a lugares lejanos y desconocidos, con tan solo presionar las teclas
de un instrumento musical.
Cada
vez que se asomaba a la calle, podía observar, a través del balcón entreabierto
de la pianista, cómo unos dedos de rasgos delicados acariciaban el piano,
arrancando aquellas notas prodigiosas.
Aunque
lo mejor era cuando acompañaba esa música con su voz, la cual crecía desde el
leve susurro al contar un secreto al oído hasta el desgarro y la profundidad por la pérdida de un ser querido.
Cada
vez que se asomaba a la calle, quedaba absolutamente extasiado. Debía ser el
poder de la música, capaz de llegar hasta tu corazón sin ni siquiera tocarte. La
música, un lenguaje capaz de poner sonido a las emociones más complejas.
Y es
que la música, al igual que el amor, es una fuerza antigua y poderosa que une a
las personas.
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