Me apoyo sobre la pared de ladrillo
visto y prendo el último cigarrillo de un paquete que compré esa misma mañana.
El humo inunda mis pulmones, tiñéndolos con su negro alquitrán. Soy consciente
de las consecuencias, pero no me importan.
Cierro los ojos y me abandono a los
miles de murmullos que, como cada mañana, se hunden en la boca del metro.
Cuál es mi sorpresa al no ser capaz
de detectar un solo gesto afectivo, una mirada cómplice, algo que me permita
imaginar los entresijos de un trasfondo, una vida, más allá de la fachada. Y es
que el rostro es, sin lugar a dudas, el espejo del alma. Y es precisamente ese
espejo, con sus historias ocultas, lo que me permite construir mundos enteros
sobre el papel.
Antes me relajaba escuchar esas
historias ajenas. Las buscaba en andenes y cafeterías. Compartía pequeños
retazos de desconocidos a los que, seguramente, no volvería a ver. Me apoderaba
de una infinitésima parte de sus almas, y ellos, sin saberlo, se convertían en
personajes de mis novelas. Eran mi mejor fuente de inspiración.
Pero ahora es muy difícil encontrar
historias que merezcan la pena. Las historias que escucho están contaminadas de
hipocresía y superficialidad. Todos están obsesionados con la apariencia y el
prestigio. El amor y la amistad se confunden con mera necesidad.
El orgullo y el egoísmo les impiden ver más allá de sus propias narices. Los jóvenes ignoran, mientras muchos
adultos olvidan...
Todos andan corriendo de acá para
allá, siempre a contrarreloj. Viven sin vivir. Hablan sin sentir. Sus palabras
están vacías, al igual que sus cabezas.
Ya apenas escucho historias sinceras.
Historias llenas de pasión y complicidad. Historias en las que lo esencial es
el sentimiento.
Cuando ya me dispongo a volver a
casa, convencido de que ese día tampoco encontraría nada interesante, se acerca
una pareja de ancianos. Algo en ellos me llama la atención: aunque avanzan con
dificultad, ninguno de los dos lleva bastón. Prefieren ir apoyados el uno en el
otro. Si uno cayese, el otro caería con él.
Caminan pausadamente, sin prisa.
Parecen un poco desubicados; desde luego, la ciudad no es su hábitat natural. Sin
embargo, pase lo que pase, sienten la tranquilidad de tenerse el uno al otro.
Aunque esa tranquilidad vaya acompañada del terrible temor a perder a su
compañero.
Tomo nota y, mentalmente, comienzo a
crear una historia en torno a la anciana pareja. Sin quererlo, se han
convertido en mis personajes de hoy.
Mientras existan historias sinceras y
limpias que merezcan la pena ser contadas, mi labor tendrá sentido. Solo
necesito que mis desconocidos sigan compartiendo sus secretos en la boca del
metro y en las cafeterías. Necesito que se pierda ese temor irracional al qué
dirán, que nos impide mostrarnos tal y como somos. Necesito que la gente se dé
cuenta, de una vez por todas, de que valemos por lo que somos, no por lo que
los demás quieren que seamos.
Necesito que la gente ría tímidamente
y a carcajadas, que llore de pena y de emoción, que amen con locura y perdición
y que odien con rabia, todo al mismo tiempo. Tan solo necesito que vivan. Que
vivan la vida. Su vida.
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