Olfateó
el aire, en busca de algún rastro de alimento. Llevaba ya dos días recorriendo
el denso bosque, sin rumbo, con la esperanza de encontrar algo de comida. Se había
separado del grupo unas semanas atrás, aunque nunca imaginó que le iba a costar
tanto salir adelante sin la ayuda de Blake. De haberlo sabido, se habría
tragado su orgullo y habría obedecido sin rechistar las órdenes de su líder.
Pero su carácter impulsivo le impidió contenerse, y ya era demasiado tarde para
volver atrás.
Aquella
mañana, sin embargo, la suerte pareció topar con Luna. Un cazador se había detenido
en un claro del bosque lo suficientemente grande como para encender una
hoguera. En la ranchera de un todoterreno visualizó el cadáver de un ciervo.
Tendría que conformarse con eso, o pronto su hijo y ella morirían de hambre.
Se
escondió en la espesura, manteniéndose a una distancia prudente, mientras
aguardaba a que llegara el momento perfecto.
Les
dio la espalda y se agachó para apagar la hoguera. Tendría que actuar pronto, o
el cazador se marcharía antes de que pudiera llevar a cabo su desesperado plan. Sin dudarlo, salió de entre los arbustos y echó a correr
hacia el coche donde se hallaba el ciervo.
Pero
fue demasiado lenta. El cazador tuvo tiempo de coger su rifle y apuntar con él
a la intrusa, directo al corazón.
Se
detuvo, paralizada por el miedo, y se dio cuenta de su grave error. Había
subestimado a su enemigo.
La
vida pasó por sus ojos. Revivió un sinfín de imágenes de su infancia y etapa
adulta. Pensó en Blake y en sus hijos. Y en ese breve instante, supo que iba a
morir.
Cuando
el sol ya desaparecía tras el horizonte, se oyó un disparo en el bosque. El
cuerpo de una gran loba blanca cayó sobre el suelo, inerte. Un gran charco de
sangre comenzó a teñir la nieve a su alrededor.
Apenas
unos segundos después, un cachorro de pelaje grisáceo salió de entre la maleza
y se acercó, asustado, al cuerpo de su madre. No podía hacer nada para salvarla.
Dirigió su mirada hacia el cazador, que aún sujetaba con fuerza su rifle. Este
no pudo evitar que se le encogiera el corazón, pero no lamentó la muerte de la
loba. Recogió su mochila y se montó en el coche, dejando allí al pequeño lobo
gris.
El
cachorro no tenía a donde ir. Hacía apenas una semana que había visto morir a su
hermano, presa del frío y la desnutrición, y ahora acababa de presenciar la
escena más horrible de su vida. Nunca podría olvidar el llanto de dolor de su
madre. Y no fue solo por el hecho de recibir un disparo, sino más bien debido a
que él quedaría desprotegido, a merced del tiempo y de las leyes de la
naturaleza. Ni siquiera la suerte podría salvarlo de un final trágico.
Desde
un pequeño montículo, no muy lejos de allí, otro lobo contemplaba al joven lobezno,
que lloraba la pérdida de su madre. Era robusto, de ojos claros y pelaje negro,
como las plumas de un cuervo. Había oído el disparo hacía unos minutos, y se
había dirigido al claro del bosque lo más rápido que pudo. Sabía que era
demasiado tarde para salvar la vida de Luna, pero aún podría hacer algo por su
solitario cachorro.
Sin
mediar palabra, se acercó al cuerpo sin vida de la que fue su hermana y
acarició su cuello con el hocico, en un gesto de infinita ternura. Después alzó
su gran cabeza y lanzó su propio lamento, el cual, impregnado de rabia, se oyó
en varios kilómetros a la redonda.
Pronto,
un coro de lobos tiñó la noche con sus
desgarradores aullidos. Una elegante y majestuosa luna llena presidía la escena
desde el cielo estrellado.
Blake
y su reciente protegido se reencontraron con el resto de la manada. No
olvidarían nunca a la loba blanca que aún descansaba sobre la nieve, pero ya
conocían el ciclo de la madre naturaleza. No podían alterarlo, así que lo mejor
era adaptarse a su frenético ritmo y mirar siempre adelante.
El
ambiente cargado de polen y los días, más soleados, auguraban el inicio de la
primavera. Con la llegada de la nueva estación, la nieve se derretiría, las
flores revivirían tras su gran letargo, y la manada conocería nuevos cachorros. La vida seguía.
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