Cuando
el sol acarició sus párpados, invitándola a despertar, los pajarillos ya celebraban
el inicio de un nuevo día. Un paso al frente. Uno, dos, tres y cuatro a la
derecha. Cepilló su melena azabache y la recogió en un sencillo moño. Su rostro
no necesitó más adorno que el de su sonrisa.
Tarareó
una alegre melodía mientras preparaba café y, después de tomarse el desayuno,
con ganas de más, se lanzó a las calles de la ciudad dispuesta a comerse el
mundo. Tan
solo treinta y dos escalones la separaban del aire fresco, del bullicio de la
gente que construye su día y su vida. Inspiró profundamente aquel aire y se
dispuso a prepararlo todo para el gran día. Esa misma tarde tendría lugar un
reencuentro de los alumnos de su antiguo instituto. Todos acudirían, mostrando
sus mejores galas y compartiendo recuerdos que parecían haber vivido ayer
mismo.
Tres
manzanas al oeste y dos al norte. El timbre en la puerta delató su presencia. Ana
emitió un exagerado saludo y acudió en su ayuda, presa de su dulce pero
innecesario afán por facilitarle la vida. Un "¡tranquila, puedo
sola!" y un certero toque con su bastón fueron suficientes para
disuadirla.
Según
las alabanzas y piropos de Ana y sus clientas más madrugadoras, el vestido
debía ser sencillamente espectacular. Del color de la pasión, la prenda se
ceñía a su esbelta figura y dejaba caer unos volantes bajo su cintura. Decidió
confiar en sus sinceras palabras y volvió a casa decidida a hacer lo posible
por brillar esa tarde.
"La
ocasión merece un ligero color en mis labios", pensó. Unos tacones y su
cabello, esta vez libre, en su esplendor salvaje y natural, acompañaron a su
vestido rojo.
Treinta
y dos escalones. Otro piropo por parte del portero del edificio. Un par de
manzanas al este le esperaba el punto de encuentro. Decidió dar un pequeño
rodeo para disfrutar de un paseo por el parque. La naturaleza le ofreció un recital de melodías de sus mejores aves. El viento acariciaba
las hojas de los árboles y alborotaba su melena de carbón.
Cuando
llegó ya se habían presentado más de la mitad de los invitados. Quizá se
excediese unos minutos en su paseo.
Risas,
besos y abrazos se sucedían en torno a ella. Todos parecían recordar su rostro
(¡bien!). Recibió, una vez más, halagos por su vestido. Varias compañeras de
clase se acercaron, interesadas por el devenir de su vida. Incluso las que fueron
las chicas más populares guardaron un saludo para ella. No importaba si
aquellas palabras eran sinceras o escondían ápices de condescendencia. Se
sentía radiante y estaba dispuesta a disfrutar rodeada de amigos, compañeros y
antiguos profesores. Estos últimos la adoraban y recordaron con ternura sus
mejores momentos.
Las
bebidas corrían de mano en mano, de boca en boca. La música de los ochenta
inundaba la improvisada pista de baile en el gimnasio del instituto, arrancando
los mejores pasos por parte de los presentes. En la cima de la noche llegó el Jazz.
Sonaron pianos, trompetas y saxofones. Las voces más conocidas de las décadas gloriosas
de la música los acompañaron durante el resto de la velada.
Era
como volver a vivir aquella época. Como si el dios del Tiempo se hubiese aliado
con todos ellos para hacerles retroceder tan solo por un día. Todo había
cambiado, todos habían crecido y, al mismo tiempo, todo parecía encontrarse
exactamente en el mismo lugar. Eso incluía, por supuesto, a los graciosos de la
clase, que no parecían haber crecido en lo que a edad mental se refería.
Escuchó algún comentario desafortunado por parte de algunos de estos
"graciosos". Pero ya hacía mucho tiempo que nada le hacía caer. En
sus ojos no había luz, era cierto. Pero tampoco había lugar para una sola
lágrima de dolor. Estaba en paz con el mundo y consigo misma. Sabía que la
mejor forma de ser amada (y probablemente la única) era amarse a sí misma. Ella
era feliz, pues se amaba a sí misma. Por eso aquel día, como de costumbre, no
dejó de sonreír ni un segundo.
Cinco
escalones en la entrada. Veinticinco pasos hasta el final del segundo pasillo a
la derecha. "Biblioteca". Adoraba el silencio y el olor que le
otorgaban los libros. Era, sin duda, su estancia preferida en el instituto.
Poema XV (Pablo
Neruda)
Me gustas cuando
callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.
Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.
Me gustas cuando
callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.
Estaba
harto del tumulto de miradas vacías y risas prefabricadas. No debería haber
acudido a la fiesta. Por eso había decidido enclaustrarse entre los que siempre
habían sido sus mejores aliados: los libros.
Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.
Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.
La
música de una risa interrumpió su lectura escenificada. Como si de un acto
divino se tratase, la voz callada del poema que tenía entre sus manos pareció emerger
para poner fin a su función. ¿Sería acaso la voz de su amada? Si así era, le
encantaría conocerla.
Siguiendo
su instinto, se encaminó en la búsqueda de la dueña de aquella risa. Mientras
se adentraba en una de las secciones, sorprendió al volante de un vestido
desapareciendo tras una estantería. Unos tacones de ritmo entrecortado, como
tartamudo, unidos a la hipnótica risa, guiaron sus pasos por las entrañas de la
biblioteca. Perdiéndose entre infinitos títulos, muchos de ellos conocidos, fue
a parar de nuevo a la sección de poesía. Su amiga esperaba sentada sobre el
suelo, con las piernas cruzadas. Contempló su rostro, de tez nacarada y finos
rasgos. Tomó asiento a su lado y ella le tendió el libro que había estado
leyendo antes: "Los mejores poemas de amor (antología)".
-Me
alegro de volver a verte.
Sofía
elaboró una respuesta muda en forma de sonrisa.
Abandonándose
al azar, Julio abrió el poemario por una página cualquiera.
Te quiero (Luis
Cernuda)
Te quiero.
Te lo he dicho con el viento,
jugueteando como animalillo en la arena
o iracundo como órgano impetuoso;
Te lo he dicho con el sol,
que dora desnudos cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes;
Te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas;
Julio se adentraba en cada verso con voz
suave y decidida, cargando de sentimiento cada palabra, recreándose en las
pausas, mientras acariciaba, además de su alma, una mejilla, sus labios, su
cabello...
Te lo he dicho con las plantas,
leves criaturas transparentes
que se cubren de rubor repentino;
Te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela un fondo de sombra;
te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.
Pero así no me basta:
más allá de la vida,
quiero decírtelo con la muerte;
más allá del amor,
quiero decírtelo con el olvido.
En
el manso lago de su olvido dejó caer el número de la página por la que comenzó
a leer aquel libro. Igualmente, dejó de contar los poemas que leyó para su
público personal. Se abandonó a ella y se perdió en las tardes de lectura, en
los paseos en el parque, en sus risas sincronizadas y en los recorridos de sus
besos. Él leía y ponía en práctica los versos más hermosos. Ella, guiada por
sus propias manos, leía la poesía en su rostro, en el mapa de su piel, en su
alma. De esta forma, el amor los hizo eternos. Y es que beso a beso, verso a
verso, vivían un poco más el uno por el otro.