sábado, 21 de diciembre de 2013

Carpe diem

El recuerdo grabado de un olor. La imagen imborrable de una sonrisa. El contacto lejano de un abrazo.

El deseo irrefrenable por esos labios. La longitud de sus curvas medidas con besos. El contacto eléctrico a través de la mirada.

La amargura de despedir ‘para siempre’. La impotencia de no poder volver atrás.

Pasajeros que se marchan sin avisar, porque ni siquiera ellos esperaban su destino.

El tiempo que se nos escapa entre los dedos... Es la nostalgia del pasado, que nos nubla la vista del presente.

Sueños que se quedan atrás, y otros inesperados que llegan para quedarse.

La vida es, a nuestro pesar, nuestra dueña y señora. Ella, tan impredecible, imparte las reglas. Ella pone los límites. Ella decide qué, cómo y cuándo.

De ti depende el porqué, la manera de afrontarla. Y es que, con buenos ojos, la vida es maravillosa. Es una y no más. Un regalo. Una puñetera casualidad que no merece la pena desperdiciar.

Cada día, cada minuto, cada segundo formará parte de tu vida. En qué emplearás ese tiempo queda en tus manos. Sabrás que lo has hecho bien cuando, al retroceder mentalmente, al hacer un repaso, te sientas realmente satisfecho con tu trayectoria.




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martes, 5 de noviembre de 2013

Muerte en el bosque (seleccionado en Diversidad Literaria para el libro del concurso "Otoño invierno")

Apenas unos pasos más y se lanzaría al vacío. Tenía que hacerlo, era la única solución.

Añoraba esos tiempos de prosperidad en los que todo iba sobre ruedas. Pero ya no podía más. Las cosas habían cambiado tanto…

No le quedaba otra opción.

Sin coger carrerilla, apenas dejándose llevar, vuela por un instante y todo acaba.

Con apenas un soplo de aquella fría corriente, la última hoja del álamo revolotea y cae junto a las demás.


El aire nostálgico del otoño ya había desnudado todo el bosque, dejando a su paso un rastro de naturaleza muerta.



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sábado, 5 de octubre de 2013

Vive libre o muere

¿Qué podemos decir del amor? 

Sí, ese sentimiento de dos.

Es de un color rojo intenso, como la sangre (creo que es por eso por lo que dicen que amar duele).

Cualquier 14 de febrero será bueno para celebrarlo. Unos bombones y unas flores, la mejor forma de demostrarlo. Unos anillos y una boda, la mejor manera de pactarlo.

El amor tiene un lugar: el pecho. Concretamente, se aloja en un órgano al que llaman corazón, aunque alguna que otra vez haga que te bajen mariposas hasta el estómago.

Del amor también dicen que es una enfermedad peligrosa. Que se puede morir por su culpa. Que en ocasiones no te deja respirar y que, otras tantas, te deja sin palabras.

Siempre se dirá que su mayor enemigo es la distancia.


Pura fachada. El amor es mucho más que eso.


El Amor lo es todo. El Amor no es nada.

El Amor puede ser lo que tú quieres que sea. No podemos darle una definición general. No lo intentes, es inútil. Se puede amar de mil formas diferentes, y todas y cada una de ellas será considerada ‘Amor’.

No le impongas condiciones, ni trates de ponerle límites. Tan solo siéntelo. Y demuéstralo.

¿Por qué no?

El Amor es valiente. No entiende de sexos ni de edades. No van con él las naciones, las razas, ni los rostros de la gente. Y es por eso por lo que podemos decir que el Amor es ciego. Aunque más ciego aún es aquel que no comprende su esencia.

El verdadero Amor es esa fuerza que une a las personas. Una fuerza poderosa, antigua. Invencible.

El Amor es respeto. Confianza. Es escuchar y ser escuchado. Apoyo, desear lo mejor. Es besar y abrazar porque sí. Es no sentirse solo…

Se encuentra en esa persona especial... En la familia. En los amigos. En uno mismo.

Porque, ante todo, el amor es libre. Esa es su esencia.

"Vive libre o muere", ese es su lema.





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sábado, 14 de septiembre de 2013

Dulce locura

Extendió los brazos, dejando que su camisón ondeara con la suave brisa nocturna. Recorrió el gran balcón, hasta tocar la barandilla.

Cerró sus ojos e imaginó que sucedía lo imposible. 

Imaginó que él aparecía a su lado, como si nada hubiese ocurrido. Como si la vida no se lo hubiese robado jamás.

Recordó el sabor de sus besos, el calor de su cuerpo y esa chispa en su mirada.

Casi pudo sentir una caricia en su hombro.

Unos labios recorriendo sus omóplatos.

Su barba pinchándole en el cuello…

Se le pusieron los vellos de punta.


Se encontraba débil, consumida. La soledad la estaba matando. Le quemaba por dentro, y se sentía incapaz de ponerle remedio. No tenía fuerzas para olvidar, no quería pasar página.

Quizás por eso mismo aún lo podía sentir a su lado. Y, aunque eso era imposible, de alguna manera estaba sucediendo.

A veces sopesaba la posibilidad de que fuese real, de que todo aquello no estuviera solo en su mente…


Se deslizó bajo las sábanas y, una vez más, esperó a que el sueño la devorara, mientras miraba fijamente el techo de su habitación. Una vez más, deseó vivir en el pasado. Y, aunque el futuro la esperara con los brazos abiertos, ella prefería no avanzar.

Casi pudo sentir una respiración en el otro lado de la cama. El colchón hundido por el peso de otra persona.

Como de costumbre, tardó unos instantes en controlar su respiración. El pulso se le aceleró ante la idea de que él se hallara allí, tumbado sobre la cama.

Se giró para mirar hacia donde se encontraba su fantasma y le sonrió. Estaba segura de que él sí que podía verla.


Sin duda, estaba volviéndose loca. 

Pero qué locura más maravillosa.

Qué dulce locura.





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miércoles, 14 de agosto de 2013

Abriendo el corazón

Su rostro era el más claro reflejo de sorpresa que había podido imaginar. No fue capaz de detectar el brillo de sus ojos, que destilaban una profunda emoción. Tampoco estaba preparado para su respuesta, ni para lo que sucedió después.

-¿Quieres que te responda ahora?

-Pues… Preferiblemente. Me gustaría quitarme el peso de encima, pero no te sientas presionado. Si quieres, lo piensas y hablamos en otro momento…

Ahora se sentía estúpido por haberle confesado sus más profundos sentimientos. Aunque deseaba que Eric lo supiera, temía una negativa por su parte. No estaba del todo seguro de que él compartiera sus gustos.

-Sam, yo…

Calló un momento, pensando en la mejor forma de actuar.

-Cierra los ojos.

Cuando Sam obedeció a su petición, sin rechistar, el corazón se le aceleró. “Vamos, solo tienes que dejarte llevar”, se decía a sí mismo. 

Lentamente, se aproximó a sus labios, intentando contener su entrecortada respiración.

El roce fue fugaz, pero intenso, pues había depositado en aquel beso todo lo que realmente sentía. Ya era hora de que él mismo aceptara sus sentimientos, y de que la persona a la que iban dirigidos los conociera. Ya era hora de dejar de esconderse.

Ahora era él el que estaba angustiado ante la posibilidad de obtener una negativa. Menuda tontería. No era él el que se había declarado. 

Se suponía que había hecho lo que ambos habían estado deseando hacer.

El contacto terminó, y hubo un breve y tímido cruce de miradas entre ellos.

-Yo… no sé qué decir. He de suponer que eso es un sí…

Eric sonrió, y a Sam le pareció la sonrisa más hermosa que hubiese visto jamás. En ese momento pensó que no había ningún motivo para no estar a su lado.





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domingo, 23 de junio de 2013

La historia de las estaciones

Cuenta la leyenda que hubo un tiempo en que las cuatro estaciones convivieron en nuestro mundo. La primavera, el verano, el otoño y el invierno se manifestaban a la vez, durante todo el año.

Las copas de los árboles se cubrían con sombreros de escarcha, y vestían tanto hojas secas como hojas verdes y llenas de vida. Un sol que, sin llegar a ser abrasador, templaba el ambiente, lanzaba sus rayos hacia la tierra. Las flores se mecían tímidamente con un suave viento que se mantenía imperturbable durante todo el año. Y es que era la combinación perfecta de la brisa cálida del verano y la fresca corriente de la primavera con el frío gélido del invierno y el aire nostálgico del otoño.

Durante muchos siglos, se mantuvo el equilibrio entre las cuatro. No hubo problemas. Hasta que empezaron a pelear entre ellas. Ya no soportaban tener que compartir la tierra. Las estaciones querían dominar la una sobre la otra. Cada una amaba la naturaleza creada a su propio antojo. Y comenzaron las rencillas, motivadas por su egoísmo.

A punto estuvieron las estaciones de arrasarlo todo. Su avaricia les hizo luchar por eliminarse mutuamente. Rompieron la unidad que habían mantenido durante tanto tiempo, por no ser capaces de ver más allá de sus propios intereses.

Sin embargo, sí fueron capaces de comprender el sinsentido de su continua autodestrucción y, por su propio bien, decidieron reaccionar. En una ráfaga de sensatez, tomaron una decisión. Si no dejaban de pelear, si no eran capaces de volver al equilibrio que las había mantenido unidas durante tanto tiempo… debían separarse. Todas estuvieron de acuerdo en que esa era la única solución.

Y así fue como las estaciones, que siempre habían hecho acto de presencia al mismo tiempo, aprendieron a compartir. Cada una dispondría de tres meses en los que podrían moldear el entorno a su antojo. Una vez acabada su tarea, se sumirían en un sueño reparador, hasta que volviese a llegarles el turno.




 

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miércoles, 8 de mayo de 2013

¿Estarían alejados?


Era una mañana triste. Melancólica. Un manto de nubes cubría todo el pueblo, extendiéndose más allá del valle. Los pájaros cantaban con desgana, como si acabasen de recibir una mala noticia.

Sonrió.

Atravesó el jardín e inició un trayecto que recorría, sin excepción, todos los domingos. Pasó junto a un viejo perro, y cruzaron una mirada de entendimiento. A ambos les pesaba la edad.

Recorrió unas cuantas calles más, hasta llegar al acantilado. Las olas mordían la pared de roca con fiereza.

No sin dificultad, subió las escaleras que llevaban al mirador. La brisa del mar le trajo su inconfundible olor a salitre. Abrió la urna y extrajo, con delicadeza, un puñado de cenizas. El último puñado de cenizas. Sabía lo que eso significaba; ya lo había planeado todo tiempo atrás.

Acercándose más a la barandilla que lo separaba del precipicio, el anciano abrió su mano lentamente. Dejó que las cenizas acariciasen sus dedos al ser arrastradas por el viento. Revolotearon, creando formas sin sentido, y cayeron sobre el mar, fundiéndose en las turbulentas aguas.

“Así serás eterna”, se dijo a sí mismo. Cerró los ojos para contener las lágrimas, que amenazaban con escapar de ellos.

Una mariposa, blanca como la luna más pura, dio un par de vueltas a su alrededor, descendiendo después por el acantilado. Actuaba como si entendiera lo que realmente ocurría. Como si supiese lo que pasaba por la cabeza del anciano.

Era hora de volver a casa.



Atravesó por última vez el caserón, recorriendo con paciencia cada una de sus estancias. No pudo evitar revivir un sinfín de escenas en cada habitación a la que entraba. Por supuesto, la protagonista era la misma en cada una de ellas.

Se tumbó sobre su lado de la cama, y giró la cabeza esperando, tal vez, verla descansar allí, junto a él. Sabía que eso no iba a suceder. Y sin embargo, daría lo que fuera por volver a sentirla, aunque fuese por última vez. Estaría dispuesto a dar su vida con tal de tenerla a su lado. Y, en cierto modo, eso era lo que pretendía hacer.

Tanteando en el cajón de la mesita de noche, alcanzó el frasco de pastillas. Una sola de ellas bastaría para ayudarle a dormir. Sin vacilar, cogió unas pocas y se las tragó. Ahora solo debía esperar.



Inspiró, y su respiración se volvió entrecortada.

Espiró, y se sintió liberado. Como si hubiese estado retenido en algún lugar lejos de su hogar y ahora volviese a casa, junto a ella… Dejó que el sueño se apoderara de él, y dedicó un último pensamiento a su amada. Su imagen quedaría grabada en su mente, forjada en fuego, para la eternidad.

Y el anciano ya no volvió a inspirar. Una serena sonrisa teñía su expresión, ofreciendo una siniestra imagen.

Lo había conseguido. Su promesa ya estaba cumplida. Había vencido al olvido y, además, su recuerdo le había acompañado hasta el último instante de su vida. Hasta soltar el último aliento. Se había sentido más cerca que nunca de tenerla entre sus brazos, de poder protegerla y de decirle que la amaba hasta enfermar de locura...

No, ya nunca más estarían alejados.





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viernes, 12 de abril de 2013

El ciclo de la vida


Olfateó el aire, en busca de algún rastro de alimento. Llevaba ya dos días recorriendo el denso bosque, sin rumbo, con la esperanza de encontrar algo de comida. Se había separado del grupo unas semanas atrás, aunque nunca imaginó que le iba a costar tanto salir adelante sin la ayuda de Blake. De haberlo sabido, se habría tragado su orgullo y habría obedecido sin rechistar las órdenes de su líder. Pero su carácter impulsivo le impidió contenerse, y ya era demasiado tarde para volver atrás.

Aquella mañana, sin embargo, la suerte pareció topar con Luna. Un cazador se había detenido en un claro del bosque lo suficientemente grande como para encender una hoguera. En la ranchera de un todoterreno visualizó el cadáver de un ciervo. Tendría que conformarse con eso, o pronto su hijo y ella morirían de hambre.

Se escondió en la espesura, manteniéndose a una distancia prudente, mientras aguardaba a que llegara el momento perfecto.

Les dio la espalda y se agachó para apagar la hoguera. Tendría que actuar pronto, o el cazador se marcharía antes de que pudiera llevar a cabo su desesperado plan. Sin dudarlo, salió de entre los arbustos y echó a correr hacia el coche donde se hallaba el ciervo.

Pero fue demasiado lenta. El cazador tuvo tiempo de coger su rifle y apuntar con él a la intrusa, directo al corazón.

Se detuvo, paralizada por el miedo, y se dio cuenta de su grave error. Había subestimado a su enemigo.

La vida pasó por sus ojos. Revivió un sinfín de imágenes de su infancia y etapa adulta. Pensó en Blake y en sus hijos. Y en ese breve instante, supo que iba a morir.


Cuando el sol ya desaparecía tras el horizonte, se oyó un disparo en el bosque. El cuerpo de una gran loba blanca cayó sobre el suelo, inerte. Un gran charco de sangre comenzó a teñir la nieve a su alrededor.

Apenas unos segundos después, un cachorro de pelaje grisáceo salió de entre la maleza y se acercó, asustado, al cuerpo de su madre. No podía hacer nada para salvarla. Dirigió su mirada hacia el cazador, que aún sujetaba con fuerza su rifle. Este no pudo evitar que se le encogiera el corazón, pero no lamentó la muerte de la loba. Recogió su mochila y se montó en el coche, dejando allí al pequeño lobo gris.

El cachorro no tenía a donde ir. Hacía apenas una semana que había visto morir a su hermano, presa del frío y la desnutrición, y ahora acababa de presenciar la escena más horrible de su vida. Nunca podría olvidar el llanto de dolor de su madre. Y no fue solo por el hecho de recibir un disparo, sino más bien debido a que él quedaría desprotegido, a merced del tiempo y de las leyes de la naturaleza. Ni siquiera la suerte podría salvarlo de un final trágico.


Desde un pequeño montículo, no muy lejos de allí, otro lobo contemplaba al joven lobezno, que lloraba la pérdida de su madre. Era robusto, de ojos claros y pelaje negro, como las plumas de un cuervo. Había oído el disparo hacía unos minutos, y se había dirigido al claro del bosque lo más rápido que pudo. Sabía que era demasiado tarde para salvar la vida de Luna, pero aún podría hacer algo por su solitario cachorro.

Sin mediar palabra, se acercó al cuerpo sin vida de la que fue su hermana y acarició su cuello con el hocico, en un gesto de infinita ternura. Después alzó su gran cabeza y lanzó su propio lamento, el cual, impregnado de rabia, se oyó en varios kilómetros a la redonda.

Pronto, un coro de lobos tiñó la noche  con sus desgarradores aullidos. Una elegante y majestuosa luna llena presidía la escena desde el cielo estrellado.

Blake y su reciente protegido se reencontraron con el resto de la manada. No olvidarían nunca a la loba blanca que aún descansaba sobre la nieve, pero ya conocían el ciclo de la madre naturaleza. No podían alterarlo, así que lo mejor era adaptarse a su frenético ritmo y mirar siempre adelante.

El ambiente cargado de polen y los días, más soleados, auguraban el inicio de la primavera. Con la llegada de la nueva estación, la nieve se derretiría, las flores revivirían tras su gran letargo, y la manada conocería nuevos cachorros. La vida seguía. 






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jueves, 4 de abril de 2013

Junto a las estrellas


Una gran duda rondaba su cabeza desde hacía unos días. El último fin de semana no habían ido a visitar a su tía, y en casa no se hablaba de ella, como ocurría normalmente. Había pasado algo. Algo que sus padres no querían que supiera.

Aquella mañana se armó de valor y, cuando su madre lo llevaba al colegio, le lanzó las preguntas que había estado preparando la noche anterior.

-¿Qué le pasa a la tita, mamá? ¿Dónde está? ¿Por qué no me contáis nada?

Demasiadas preguntas. Sus palabras le cogieron por sorpresa, y buscó la forma de explicarle a su hijo de siete años una situación que aún no podría entender.

-Verás hijo, a veces las cosas no pasan como nosotros las planeamos. ¿Sabes que la tita está enferma, verdad?

-Sí, mamá. Eso sí lo sé. Es por eso que no tiene pelo y no puede salir de casa.

-Bien, pues… la tita ha hecho un viaje. Pero no es un viaje como el que se hace en vacaciones. Es algo difícil de explicar… Es un viaje del que ya no podrá volver. ¿Lo entiendes, Pablo?

-No mamá, no lo entiendo. ¿A dónde ha ido la tita de viaje? ¿Y por qué se ha ido sin despedirse? -dijo con un nudo en la garganta.

-Al cielo, hijo. Junto a las estrellas. Allí la tita es feliz, y eso es lo importante.

Pablo observó, a través de la ventanilla del coche, el par de nubes que flotaba en el aire aquella fría mañana de invierno. Pensó en las visitas a casa de su tía, y se preguntó si podría realizarlas de nuevo alguna vez.

-Mamá, ¿puedo hacerte otra pregunta?

-Claro, dime qué quieres saber.

-¿Podré visitarla algún día? ¿Cómo voy a saber si está bien o no?

-Claro que podrás visitarla, hijo. Por muy lejos que esté ahora, siempre habrá una parte de ella junto a ti. Aunque no la veas, sabrás que está ahí siempre que lo necesites. Me refiero a tus recuerdos, Pablo. Y no solo a eso. También la encontrarás en tus sentimientos. Podrás hablar con ella a través de tu mente y de tu corazón, y ella siempre te escuchará, aunque no pueda responderte. Desde el cielo, junto a las estrellas, ella podrá oírte siempre que tú quieras. ¿Comprendes mejor ahora la historia?

-Creo que sí –dijo, volviendo a mirar a través de la ventanilla del coche. El sol ya asomaba por el horizonte, marcando el inicio de un nuevo día, aunque todavía brillaba en el cielo alguna que otra estrella. 

Pablo reflexionó sobre aquella nueva situación, imaginó que volvía a verla, a abrazarla y, al cabo de unos minutos, volvió a hablar para decir tan solo cuatro palabras.

-La echaré de menos.

La emoción llegó al rostro de Pablo, derramando unas pocas lágrimas sobre sus pequeñas mejillas.

-Yo también –sentenció su madre con un suspiro cargado de añoranza.





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domingo, 24 de marzo de 2013

El tiempo está en tus manos


Tic-tac, nos susurra al oído.

Corre, vive deprisa, sin detenerte mucho a pensar.

Su fugacidad nos agobia, y es que avanza sin piedad. Nada ni nadie puede evitar que nos alcance en la carrera de la vida. Oxida nuestro cuerpo y nuestra mente, haciéndonos vulnerables. Nos hace sentir miedo e inseguridad.

Pero, ¿no dicen que si no puedes con tu enemigo, unirte a él es la mejor solución?

Es por eso que debemos aliarnos con el tiempo. Vivir cada instante, disfrutar de cada momento, porque llegará un día en que nuestra cuenta atrás toque a su fin. El tiempo no dudará en adelantarnos, poniendo el punto y final sobre nosotros.

Una vez que aprendamos el significado de la vida aceptaremos, sin resignación, nuestra condición de mortales.





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lunes, 11 de marzo de 2013

Aunque pase el tiempo (1er premio en el II concurso de microrrelatos "Cartas de amor", IES María Zambrano)


14 de octubre

Querida Ayla,

Voy a transportarte hasta el principio de una gran historia. Nuestra historia. Realmente, comienza el día en que nos conocimos, pero hay un momento en ella que marcó un antes y un después en mi vida.

Cogidos de la mano, caminábamos por las calles de Madrid. Llevábamos toda la tarde dando vueltas, sin parar de hablar y reír. Sin dejar de profundizar en una relación que prometía traernos buenos momentos.

Empezó a llover con fuerza, así que buscamos el refugio de un portal. Para cuando encontramos uno, ya estábamos empapados. Te rodee con mis brazos y susurré un “te quiero”, casi inaudible. Acaricié tu rostro, recorriendo tus pómulos con las yemas de mis dedos. Te dejaste arrastrar por mí hacia la acera. Aún no había dejado de llover, pero no nos importó. Corrimos bajo la lluvia, sintiéndola caer sobre cada poro de nuestra piel. Cuando llegamos a casa, no pudimos resistir la tentación. Te llevé a cuestas sobre mi espalda hasta la cama. Una sonrisa traviesa atravesó tu rostro. Nos deshicimos de la ropa y fundimos nuestros labios en un baile desenfrenado, dejando que la pasión hiciese el resto.

¿Lo recuerdas?

Ese día descubrí lo que siento por ti, aunque aun no encuentro las palabras para describirlo. Lo sentí en aquel momento, y lo seguiré sintiendo el resto de mi vida. Ese día supe que nunca me iría de tu lado. Me has tomado preso, y no tengo ningún interés en escapar de tu trampa.

Siempre tuyo,

Leo.


Nunca se cansaría de leer aquella carta. Era una especie de diario que contenía la prueba irrefutable de su amor. Volvió a dejarla en el sobre y contempló una vez más el patio mojado. Pequeñas gotas de agua recorrían el cristal de la ventana como si de una carrera se tratase. Volvió a sentarse sobre el borde de la cama, donde yacía Ayla. Siempre había sido una luchadora tenaz, pero hay cosas a las que nadie puede vencer. No importa el coraje con que afrontes la situación, sino la calma con que aceptes tu destino.

Tenía miedo a olvidar, como lo había hecho Ayla. Miedo a despertar y no ser capaz de recordar cómo conoció a la persona más importante de su vida. Más que una enfermedad, parecía una maldición.

Agarró su mano con cariño y le acarició la frente. Ayla abrió los ojos. Sus labios se encontraron durante apenas unos segundos. No eran necesarias las palabras. No cuando llevas más de cinco décadas junto a la persona a la que amas.

Sabían que habían llegado a un punto en el que solo cabía esperar. Aguardar el momento en que tocara marchar. A un lugar mejor, o a ninguna parte. Eso nadie lo sabe.





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viernes, 22 de febrero de 2013

Es tu turno


Hazlo.
O no...
Espera, que no estoy seguro.
Déjalo, no merece la pena.
Total, si no iba a conseguir nada.
Ya lo hará otro.
Y mejor que yo, ya lo verás.
Me siento más cómodo en mi rincón.
Plegado, oculto en mi interior.
Sin que me vean, no vaya a ser que piensen mal de mí.
No quiero salir, prefiero estar aquí solo.

Sin embargo, ¿no merece la pena intentarlo?
No solo importa lo que contengas.
También importa el cómo te vendas.
Cómo convences a los demás de tu valía.
Y si otros ya lo hicieron,
¿Por qué ibas tú a ser menos?

Hazlo.
Sin el menor rastro de duda.
Coge aire y suéltalo todo.
Que todos vean cómo eres. 
No tienes nada que perder.
Muéstrales lo que puedes llegar a conseguir.
Demuéstrate a ti mismo que eras capaz.
Nada puede salir mal.





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viernes, 18 de enero de 2013

Fuerte como las olas


Cuando llegaron al acantilado, ya estaba atardeciendo. Se sentaron el uno junto al otro, apoyados en el tronco de un árbol. Solo dos lágrimas rodaron por sus mejillas, yendo a parar a sus pantalones. Era demasiado orgullosa como para llorar delante de otra persona. Aunque esa persona fuese su mejor amigo. Se secó la cara y empezó a hablar con Óscar de cosas superfluas, en un intento inútil por despejar su mente, y dejar de pensar en Alec al menos por un segundo. Cuánto se habían amado. Con fuerza. Con deseo.  Como si no hubiera un mañana. Con miedo a despertarse de aquel sueño imposible, y que la vida les jugase una mala pasada. Y así ocurrió.

Óscar no era tonto. Conocía a su amiga lo suficiente como para saber que estaba fingiendo. Sentía que debía decir algo para hacerle entrar en razón. Algo que borrara del todo la culpa, y le diera fuerzas para seguir adelante. Pero eso a él no se le daba bien. Le costaba expresar con palabras aquello que sentía y, si alguna vez lo conseguía, resultaba demasiado directo.

Y entonces, casi sin pensarlo, dijo algo que hizo reaccionar a Carol. Fue un consejo que le dio su abuelo el día que le enseñó el acantilado:

 “Cuando sientas que la suerte te da la espalda, busca un lugar apartado. Este acantilado es ideal. Cierra los ojos y grita con todas tus fuerzas todo aquello que te haga sentir mal. Déjalo salir. Expúlsalo. Cuando te quedes sin voz, abre los ojos y admira el paisaje a tu alrededor. Contempla las olas en su eterno romper sobre las rocas. Cómo atacan con furia al llegar a ellas, a más de cien metros bajo ti. Cómo retroceden para tomar impulso y volver a intentarlo. Aunque crean que es inútil. Que la roca nunca se romperá. Después de mucho tiempo, sus esfuerzos darán sus frutos. Habrán moldeado la roca a su capricho, creando formas imposibles. Ellas no se rinden nunca. Pase lo que pase, quiero que seas una ola. Que le demuestres a la vida de lo que eres capaz”.

Solo dos lágrimas rodaron por sus mejillas, pero esta vez no eran de tristeza. Eran de alivio. Dentro de lo que cabía, eran de felicidad. Carol sintió que aquello era justamente lo que estaba esperando escuchar. Quizá tan solo necesitara eso, el apoyo de un amigo.





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