domingo, 3 de septiembre de 2017

No quedan días de verano


Jugamos a ser dioses 
sin movernos de la cama.
Creímos que jamás
llovería en nuestra llama.

Tumbados sobre la hierba, seguíamos con la mirada la frenética carrera de las nubes. Algunas crecían a medida que avanzaban y, finalmente, hallaban un nuevo horizonte. Otras, por el contrario, se deshacían con el suave viento, sin resistir el duro viaje que la naturaleza les había encomendado. Las más nostálgicas iban quedando rezagadas hasta verse suspendidas en el cielo, perdidas en un limbo sin color ni futuro. Las había incluso revolucionarias, nubes que cuestionaban aquella marcha milenaria y se agrupaban en oscuros cúmulos de moléculas de agua y polvo para invocar al ruido entre lágrimas rebeldes.
A la orilla de nuestro lago, entre el canto de las aves, le suplicábamos al Dios del Tiempo que aquel verano no acabase nunca. 

Quisimos ser reyes de un cuento,
gobernantes de nuestra fantasía.

Quisimos retener lo efímero
para hacerlo eterno,
no tener nada que temer,
tenerlo todo, tenernos,
en mil pecados perdernos.

Aquel verano terminó. Como diría Amaral en su eterna sabiduría callejera, "no quedan días de verano"; "agosto de calor, septiembre de tormenta".
Las nubes lloraron nuestra ausencia. Las aves se sumieron en un largo silencio. El lago se volvió oscuro y frío tras esconder nuestro recuerdo en sus aguas más profundas. La hierba se secó y un manto de nieve cubrió su cadáver.
"Ya no hay amor", nos susurraba el bosque en su antiguo lenguaje. Se nos rompió el amor de tanto usarlo o, más bien, de no haberle hecho justicia. No nos amamos poco, nos amamos mal. 

Lo efímero muere
si dura más que un suspiro,
es tan corto el amor
y tan largo el olvido...

Preso de una oscura pasión,
nuestro fuego ardió con prisa.
Ayer sonó nuestra canción,
hoy solo quedan cenizas.

Lo bueno, si breve,
dos veces duele, 
dos veces llueve,
dos veces bello.