lunes, 12 de septiembre de 2016

Beso a verso


Cuando el sol acarició sus párpados, invitándola a despertar, los pajarillos ya celebraban el inicio de un nuevo día. Un paso al frente. Uno, dos, tres y cuatro a la derecha. Cepilló su melena azabache y la recogió en un sencillo moño. Su rostro no necesitó más adorno que el de su sonrisa.
Tarareó una alegre melodía mientras preparaba café y, después de tomarse el desayuno, con ganas de más, se lanzó a las calles de la ciudad dispuesta a comerse el mundo. Tan solo treinta y dos escalones la separaban del aire fresco, del bullicio de la gente que construye su día y su vida. Inspiró profundamente aquel aire y se dispuso a prepararlo todo para el gran día. Esa misma tarde tendría lugar un reencuentro de los alumnos de su antiguo instituto. Todos acudirían, mostrando sus mejores galas y compartiendo recuerdos que parecían haber vivido ayer mismo.
Tres manzanas al oeste y dos al norte. El timbre en la puerta delató su presencia. Ana emitió un exagerado saludo y acudió en su ayuda, presa de su dulce pero innecesario afán por facilitarle la vida. Un "¡tranquila, puedo sola!" y un certero toque con su bastón fueron suficientes para disuadirla.
Según las alabanzas y piropos de Ana y sus clientas más madrugadoras, el vestido debía ser sencillamente espectacular. Del color de la pasión, la prenda se ceñía a su esbelta figura y dejaba caer unos volantes bajo su cintura. Decidió confiar en sus sinceras palabras y volvió a casa decidida a hacer lo posible por brillar esa tarde.

"La ocasión merece un ligero color en mis labios", pensó. Unos tacones y su cabello, esta vez libre, en su esplendor salvaje y natural, acompañaron a su vestido rojo.
Treinta y dos escalones. Otro piropo por parte del portero del edificio. Un par de manzanas al este le esperaba el punto de encuentro. Decidió dar un pequeño rodeo para disfrutar de un paseo por el parque. La naturaleza le ofreció un recital de melodías de sus mejores aves. El viento acariciaba las hojas de los árboles y alborotaba su melena de carbón.
Cuando llegó ya se habían presentado más de la mitad de los invitados. Quizá se excediese unos minutos en su paseo.
Risas, besos y abrazos se sucedían en torno a ella. Todos parecían recordar su rostro (¡bien!). Recibió, una vez más, halagos por su vestido. Varias compañeras de clase se acercaron, interesadas por el devenir de su vida. Incluso las que fueron las chicas más populares guardaron un saludo para ella. No importaba si aquellas palabras eran sinceras o escondían ápices de condescendencia. Se sentía radiante y estaba dispuesta a disfrutar rodeada de amigos, compañeros y antiguos profesores. Estos últimos la adoraban y recordaron con ternura sus mejores momentos.
Las bebidas corrían de mano en mano, de boca en boca. La música de los ochenta inundaba la improvisada pista de baile en el gimnasio del instituto, arrancando los mejores pasos por parte de los presentes. En la cima de la noche llegó el Jazz. Sonaron pianos, trompetas y saxofones. Las voces más conocidas de las décadas gloriosas de la música los acompañaron durante el resto de la velada.
Era como volver a vivir aquella época. Como si el dios del Tiempo se hubiese aliado con todos ellos para hacerles retroceder tan solo por un día. Todo había cambiado, todos habían crecido y, al mismo tiempo, todo parecía encontrarse exactamente en el mismo lugar. Eso incluía, por supuesto, a los graciosos de la clase, que no parecían haber crecido en lo que a edad mental se refería. Escuchó algún comentario desafortunado por parte de algunos de estos "graciosos". Pero ya hacía mucho tiempo que nada le hacía caer. En sus ojos no había luz, era cierto. Pero tampoco había lugar para una sola lágrima de dolor. Estaba en paz con el mundo y consigo misma. Sabía que la mejor forma de ser amada (y probablemente la única) era amarse a sí misma. Ella era feliz, pues se amaba a sí misma. Por eso aquel día, como de costumbre, no dejó de sonreír ni un segundo.

Cinco escalones en la entrada. Veinticinco pasos hasta el final del segundo pasillo a la derecha. "Biblioteca". Adoraba el silencio y el olor que le otorgaban los libros. Era, sin duda, su estancia preferida en el instituto.


Poema XV (Pablo Neruda)

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.


Estaba harto del tumulto de miradas vacías y risas prefabricadas. No debería haber acudido a la fiesta. Por eso había decidido enclaustrarse entre los que siempre habían sido sus mejores aliados: los libros.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.


La música de una risa interrumpió su lectura escenificada. Como si de un acto divino se tratase, la voz callada del poema que tenía entre sus manos pareció emerger para poner fin a su función. ¿Sería acaso la voz de su amada? Si así era, le encantaría conocerla.
Siguiendo su instinto, se encaminó en la búsqueda de la dueña de aquella risa. Mientras se adentraba en una de las secciones, sorprendió al volante de un vestido desapareciendo tras una estantería. Unos tacones de ritmo entrecortado, como tartamudo, unidos a la hipnótica risa, guiaron sus pasos por las entrañas de la biblioteca. Perdiéndose entre infinitos títulos, muchos de ellos conocidos, fue a parar de nuevo a la sección de poesía. Su amiga esperaba sentada sobre el suelo, con las piernas cruzadas. Contempló su rostro, de tez nacarada y finos rasgos. Tomó asiento a su lado y ella le tendió el libro que había estado leyendo antes: "Los mejores poemas de amor (antología)".
-Me alegro de volver a verte.
Sofía elaboró una respuesta muda en forma de sonrisa.
Abandonándose al azar, Julio abrió el poemario por una página cualquiera.

Te quiero (Luis Cernuda)

Te quiero.

Te lo he dicho con el viento,
jugueteando como animalillo en la arena
o iracundo como órgano impetuoso;

Te lo he dicho con el sol,
que dora desnudos cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes;

Te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas;



Julio se adentraba en cada verso con voz suave y decidida, cargando de sentimiento cada palabra, recreándose en las pausas, mientras acariciaba, además de su alma, una mejilla, sus labios, su cabello...


Te lo he dicho con las plantas,
leves criaturas transparentes
que se cubren de rubor repentino;

Te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela un fondo de sombra;
te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.

Pero así no me basta:
más allá de la vida,
quiero decírtelo con la muerte;
más allá del amor,
quiero decírtelo con el olvido.


En el manso lago de su olvido dejó caer el número de la página por la que comenzó a leer aquel libro. Igualmente, dejó de contar los poemas que leyó para su público personal. Se abandonó a ella y se perdió en las tardes de lectura, en los paseos en el parque, en sus risas sincronizadas y en los recorridos de sus besos. Él leía y ponía en práctica los versos más hermosos. Ella, guiada por sus propias manos, leía la poesía en su rostro, en el mapa de su piel, en su alma. De esta forma, el amor los hizo eternos. Y es que beso a beso, verso a verso, vivían un poco más el uno por el otro.