sábado, 15 de febrero de 2014

Miedo a perder

Aquella mañana se despertó pensando que iba a suceder algo importante. Fue un extraño presentimiento al que no dio mayor importancia, hasta que sucedió.

Tuvo una mañana tranquila. Pacientes a los que solía ver día sí y día también. Tres o cuatro casos de gripe y un chico con apendicitis. Eso fue todo. Hasta que tocaron las seis y cuarto. Esa fue la hora exacta en que llegó un caso emocionante. Por fin algo que le hiciera levantarse del sillón. Vale que los pacientes sean los que lo pasan mal pero, para un médico, cada caso es un misterio por resolver. Una prueba que superar. Una vida que salvar.

Sin embargo, aunque en ese momento no lo supiera, desearía con todas sus fuerzas que la paciente no hubiese entrado nunca por las puertas del hospital.

Accidente de tráfico. Mujer no identificada de entre 30 y 40 años. Su coche chocó frontalmente con un camión. Hematomas en torso y abdomen. Rotura del cúbito derecho. Posible traumatismo craneal. Hay que operar.

Y en apenas unos segundos, el hospital entero se moviliza para atender un caso preferente. Alguien llama al cirujano de guardia, mientras las enfermeras preparan el quirófano.

Y entonces se dispone a evaluar a la paciente. Ha perdido el conocimiento pero, sin duda, aún vive. Es en ese momento cuando se fija en su rostro, bañado por la sangre, y le parece reconocer a alguien pasado.

No era posible…

Retiró el cabello, que le caía por el cuello, y, efectivamente, allí estaba su colgante. El que unos años atrás él le regalara por su cumpleaños.

Como médico, no debería afectarle ni la situación de gravedad ni la identidad de los pacientes. No obstante, en muchas ocasiones debía aferrarse a la idea de que eran para él completos desconocidos. Haría lo posible por ayudarles, pero contaba con que no siempre se evitaba una muerte.

El problema era que la que estaba tumbada en la camilla, recién salida de la ambulancia, no era una desconocida. Esta vez no.

Se sumergió en un mar de recuerdos y, por un momento, olvidó dónde estaban. Imaginó que se encontraban tumbados sobre la hierba, encontrando formas entre las nubes que surcaban el cielo, como solían hacer.

Por un momento, tan solo su cuerpo se hallaba en aquel hospital. Su mente se había trasladado al verano de hacía unos años. A las tardes interminables que se esfumaban en segundos. A las noches dedicadas a su callada adoración.

Y, cómo no, se trasladó también a esa angustia que se había adueñado de él. A la indecisión entre confesar su amor y sufrir el rechazo o esperar al momento perfecto, en el que estuviese preparado, en el que creyera que todo podía salir bien. 

Pero el tiempo no estuvo de su parte. Aquel verano acabó, llevándose consigo cualquier posibilidad.

Se había dedicado a dibujar mentalmente un futuro junto a la persona que tenía a su lado, pero nunca se atrevió a expresarlo con palabras. Se quedó en eso, un mero pensamiento, una ilusión.


Alguien le estaba hablando. Una voz chillona, que identificó con una de las enfermeras, le devolvió a la realidad, exigiéndole una respuesta. “¿La llevamos ya al quirófano, doctor? Sigue perdiendo sangre”.

Nunca recordaría haber respondido a esa pregunta, pero se llevaron a Emily enseguida, mientras él se quedaba con su imagen de hacía unos años, intentando ignorar la gravedad de sus heridas.

El tiempo, de nuevo en su contra, se le hizo eterno mientras esperaba. Los minutos se convertían en horas, y su inquietud no hacía más que incrementar.

Cuando salió de la mesa de operaciones y fue trasladada a una habitación, vio que la habían conectado al respirador. Sabía lo que eso significaba. Llamarían a su familia, para que pudiesen ver por última vez a su hija, a su hermana… ¿Tendría hijos? Ni siquiera sabía si ella había rehecho su vida.

Cogió aire una vez más y se encaminó hacia la puerta de la habitación 27, recortando paso a paso la distancia que los separaba. Al abrir la puerta fue consciente de que hacía más de diez años que no la tenía tan cerca. Que no admiraba su melena, el color de sus ojos, ni la forma de sus pómulos.

No parecía haber cambiado nada y, a la vez, todo le parecía tan diferente…

Reprimió las ganas de llorar cuando se acercó a sus labios y depositó en ellos un beso cargado de ternura. El último beso de un amor que no llegó a ser por el miedo al rechazo. Qué estúpido le parecía ahora.

Se despidió mentalmente y fotografió aquel rostro en su retina. Sabía que no iba a despertar.
Por estúpido que pareciera, aún no se había atrevido a construir una vida, esperando que todo saliera bien algún día. Y es que no imaginaba una vida, un futuro, si ella no estaba junto a él.

El resto de su turno lo pasó de acá para allá, ordenando cosas que ya estaban ordenadas. Redactando informes que no tenía por qué redactar. Haciendo cualquier tontería, por inútil que fuera, con tal de no tener tiempo para pensar.

Tampoco tuvo el valor suficiente como para quedarse a su lado, velando su sueño.

Andaba como si estuviera drogado. Ni siquiera era realmente consciente de lo que hacía en cada momento. Fuera como fuese, esa noche llegó a su casa. Su piso de soltero, que no compartía con nadie más. Aunque, por una vez, no estuvo solo. Aquella noche, la bebida fue su compañera. Su mejor confidente. Se refugió en el alcohol, y este le dio el calor que tanto necesitaba.

Derramó todas las lágrimas que había estado guardando por ella y no le preocupó ahogarse en su propio charco.

Solo la noche supo de todas sus penas. Solo ella fue testigo del dolor de su alma. De aquella triste historia de amor inconfesado que pudo ser y no fue. Y todo por el miedo. El miedo a perder algo que ni siquiera llegó a tener. Qué absurdo.




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