lunes, 7 de septiembre de 2015

El monstruo del laberinto

No sabía hacia dónde me dirigía, ni cuánto tiempo llevaba allí. Con cada paso que daba, el laberinto cambiaba de forma, cerrándome el paso, ocultándome la salida.

El monstruo me perseguía, aferrado a mi sombra, siempre pisándome los talones y anticipándose a mis movimientos. A veces me cortaba el paso y yo debía buscar otro camino, pero él siempre conseguía evitar que huyera. El monstruo parecía conocer a fondo cada recoveco de aquel laberinto. Parecía capaz de mirar a los ojos a mi alma asustada y, sin embargo, yo nunca pude contemplar su rostro. A pesar del miedo que me profesaba, jamás adiviné su silueta ni su voz.

Los muros de mi cárcel crecían en todas direcciones, pero mis pies nunca corrían lo suficiente. Las alas, si es que las tenía, no me permitían sobrevolar el laberinto. Mis fuerzas se consumían por momentos, pero me había prometido encontrar el remedio para aquel cautiverio. Tendría que haber alguna manera...


Más tarde descubrí que el monstruo del laberinto no moraba en otro cuerpo sino en el mío. El monstruo me conoce tanto o más que yo mismo porque habita en mi interior. Yo era el constructor de mi propia trampa. Yo construí el laberinto y me perdí en él.

Podía dejar que el monstruo me acechara, que creciera sin límites y me dominara, o podía hacer que adoptara la forma que yo quisiera. El control estaba en mis manos.

Pero no derribé el laberinto, ni tampoco maté al monstruo. Decidí que el plan A ya no sería la huida.

No solo hallé la salida sino que, además, recorrí mil veces cada camino y pasadizo dentro del laberinto. Salí y volví a entrar las veces que hizo falta hasta que conseguí desentrañar todos sus secretos, que eran, al fin y al cabo, los míos.

Me hice amigo del monstruo. Le puse nombre y le di la forma de una terrible fiera, con garras afiladas y un rugido capaz de acobardar al más valiente. Aunque no siempre salga todo bien, he dotado a mi monstruo de una temible capacidad: salir a comerse el mundo junto a mí cada día, destrozando los problemas de un zarpazo y entonando el rugido del ganador.