sábado, 27 de septiembre de 2014

Él vive en mí

Una tumba. Junto a la lápida, una fotografía. En realidad era una composición de siete imágenes, en momentos y lugares diferentes. En todas ellas aparecían un chico y una chica sonriendo. Parecían felices. Se podía percibir una gran complicidad entre ellos, por lo que era difícil distinguir si eran pareja o tan solo amigos. Lo que sí estaba claro es que un lazo muy fuerte los unía.

Frente al nicho se distinguía una figura, sin duda femenina. Tenía un increíble parecido con la chica de la foto… Era ella, aunque aparentaba ser mucho mayor. Quizá no hubiera pasado tanto tiempo desde esos momentos en la fotografía, pero su rostro ya no parecía tan alegre. Estaba levemente apagado, nostálgico.

Aunque había aceptado la situación, no podía evitar añorar tiempos mejores. Tiempos de risas y abrazos. De meriendas y sorpresas.

El viento meció sus cabellos con suavidad, preguntándose el porqué de su profunda melancolía. Ella se agachó y dejó una flor sobre la hierba. Un clavel rojo.

Lanzó un último pensamiento que, como siempre, iba dedicado a aquellos momentos que no habían podido compartir. A ese futuro que se auguraba maravilloso, aunque… No, la vida no es perfecta. Pero ella siempre había pensado que las cosas pasan por algún motivo. Y, aunque en este caso le costó encontrarlo, terminó comprendiendo que, si había alguna razón, era la de hacerle más fuerte.

Llevaba consigo la carta que él le había escrito cuando eran adolescentes. Aquella carta en la que le confesaba el cariño que sentía por ella, aunque fuese totalmente consciente de ello, pues el sentimiento era mutuo. Fue una de esas cómplices sorpresas que solían hacerse el uno al otro.

En esa carta también le hablaba de la grandeza del amor, y le instaba a hablarles a los demás de él, tal y como ellos lo veían; intentar enseñarles a las personas que el amor les llena el corazón. Que sin amor no se puede vivir. Y que, sobre todo, el amor es libre.

“Ni el tiempo, ni la distancia, ni el olvido podrían romper el lazo que nos une”. Al recordar sus palabras se sintió algo mejor.

Se enjugó las lágrimas y echó a andar con entereza, llevándose consigo, una vez más, el recuerdo de su amigo. El mejor amigo que la vida podría haberle regalado y después arrebatado.

A pesar de todo, mereció la pena haber entrado a formar parte de su vida. Pasara lo que pasara, siempre estaría a su lado. Él mismo se lo había prometido, y no le cabía la menor duda de que así era. Aunque quisiera, no podrían alejarse. Él era parte de su ser, de su historia.

"Él vive en mí", le susurró al aire mientras esbozaba una sonrisa.



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domingo, 7 de septiembre de 2014

Cantos de sirena

I.
El cielo crujía con fiereza, dejando caer truenos y relámpagos en la noche cerrada. El mar, embravecido, arrastraba todo cuanto encontraba a su paso, haciendo desaparecer gran parte de la playa.

Cuando la tormenta ya amainaba, el náufrago apenas conservaba la fuerza necesaria para mantenerse a flote. Lentamente, sentía que perdía la consciencia.

Mientras soltaba la tabla que le había servido para mantenerse a flote, y se sumergía irremediablemente en el agua, pudo observar cómo una extraña criatura se acercaba a él con curiosidad. O quizá solo fuera un producto de su mente delirante…


II.
Tenía que salvarlo por mucho que le costara. Hacía tanto tiempo que no se topaba con un náufrago… Ya había olvidado la fragilidad que caracterizaba a los humanos en alta mar. Y más aún si tenían la desgracia de sufrir los efectos de una tormenta. Pero ella estaba allí para salvarle. O, al menos, sentía que ese era su deber.

Valiéndose de su majestuosa cola, arrastró el cuerpo de aquel hombre hasta la orilla. Debía frenar la hemorragia que sufría si no quería que se desangrase allí mismo. Afortunadamente, no tardó en encontrar las algas que necesitaba para vendar la herida.

Pasadas unas horas, el náufrago abrió los ojos y se encontró con dos esmeraldas que le observaban con atención.

Antes siquiera de que articulara palabra alguna, la sirena sintió una especie de punzada en el pecho. De pronto, su seguridad se desvaneció y, sin motivo aparente, comenzó a sentirse nerviosa. Sin saber qué hacer, desapareció entre las aguas, ahora calmadas.

Era consciente de lo que había sentido en la playa. Era un flechazo. Aunque era muy poco común, decían que las sirenas podían enamorarse de un humano. Se creaba un fuerte vínculo que nada podía romper. Sin embargo, todas esas historias habían acabado en tragedia, pues los humanos no sabían apreciar el amor de una sirena.


III.
Durante los días siguientes, siguió cuidando del náufrago, aunque sus heridas empeoraban por momentos.

En su interior, sentía cómo crecía aquel sentimiento de afecto y respeto al que los humanos llamaban ‘amor’. Aunque, en el caso de las sirenas, el sentimiento era mucho más puro, más inocente.

Lo que realmente le fascinaba era que él parecía sentir lo mismo por ella. Agradecía continuamente los cuidados que ella le prestaba, y no dejaba de recordarle en ningún momento su exuberante belleza, cosa que le complacía enormemente.

Llegó a estar convencida de que, por una vez, la historia de amor entre un humano y una sirena podría salir bien.

Sin embargo, su optimismo pronto se desvanecería. Las heridas del náufrago se habían infectado. Además, había perdido gran cantidad de sangre. La vida se le escapaba con cada bocanada de aire que tomaba y después espiraba. 

Aunque ya no podía hacer nada más por él, no dejó en ningún momento de tomarle la mano y consolarle con sus dulces melodías. Tampoco dejó de maldecirse a sí misma por no poseer aún su propio canto. Cada sirena compone, a lo largo de su vida, un único canto, capaz de lograr grandes cosas, ya fuese para bien o para mal.


IV.
Sus últimas palabras fueron dedicadas hacia ella. “Te amo”, le dijo. Y, aunque ella no podía comprender lo que significaba, la sonoridad de aquellos dos vocablos le sugería que era una forma de resumirle, a modo de despedida, lo que había sentido por ella.

La sirena no pudo detener el río de lágrimas que brotaba de sus ojos. Con infinita ternura, abrazó al hombre que ahora yacía inerte sobre la arena y, lentamente, se adentró en el mar.

La mujer-pez susurró al oído de su amante aquellas dos palabras: “te amo” y, a continuación, se dejó caer en las profundidades marinas, arrastrando junto a ella la prueba irrefutable de su amor.

Mientras se adentraba más y más en las gélidas aguas, la sirena fue componiendo una canción llena de dolor y sufrimiento. Era su propio canto de sirena.




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