jueves, 25 de agosto de 2016

A(dios)


A los besos en el café
no les diré adiós.

Despediré a tu ciega fe
en la salvación de Dios.

Márchate despacio,
te quiero repetir.
Bésame muy lento,
hasta verme morir.

Solo le pido a Dios
que nunca me digas adiós.

Mi amor,
vivías en error.
Dios no vino a salvarte.
No tu Dios.
Yo vivo para amarte.
No te diré adiós.

Mi amor,
disolvamos el dolor.
Dios no va a olvidarte.
No mi Dios.
De la vida serás parte.
No te diré adiós.



Con el sigilo de un felino, acercándose por su espalda, asesinó despiadadamente a la flor más bella de su jardín. La llevó en procesión hasta el lugar donde descansaba el que fue, y siempre sería, el mayor de sus amores. Era su sagrado ritual de sacrificio y esperanza.

Se arrodilló a los pies de la tumba, entregado a su Dios, y de sus ojos nacieron ríos de dolor y pasado. Ríos que fueron a morir a la tierra. Ríos que alimentaron a esa flor.

¿Aún cuestionas la vida después de la muerte? Por supuesto que existe. La vida siempre permanece. Siempre halla una rendija por la que asomarse y sorprenderte transformándose en las cosas más bellas. Se encuentra en el baile del agua, en el lenguaje del viento, en la furia del fuego y en el poder de la tierra. La vida brota en la sonrisa que precede a la risa, en los llantos de emoción, en la magia del calor de los abrazos. Es en esa vida donde está mi Dios. No en el cielo. Sí en cualquier parte.


Primera ley de vida: la vida nunca muere, tan solo cambia de forma.