miércoles, 8 de mayo de 2013

¿Estarían alejados?


Era una mañana triste. Melancólica. Un manto de nubes cubría todo el pueblo, extendiéndose más allá del valle. Los pájaros cantaban con desgana, como si acabasen de recibir una mala noticia.

Sonrió.

Atravesó el jardín e inició un trayecto que recorría, sin excepción, todos los domingos. Pasó junto a un viejo perro, y cruzaron una mirada de entendimiento. A ambos les pesaba la edad.

Recorrió unas cuantas calles más, hasta llegar al acantilado. Las olas mordían la pared de roca con fiereza.

No sin dificultad, subió las escaleras que llevaban al mirador. La brisa del mar le trajo su inconfundible olor a salitre. Abrió la urna y extrajo, con delicadeza, un puñado de cenizas. El último puñado de cenizas. Sabía lo que eso significaba; ya lo había planeado todo tiempo atrás.

Acercándose más a la barandilla que lo separaba del precipicio, el anciano abrió su mano lentamente. Dejó que las cenizas acariciasen sus dedos al ser arrastradas por el viento. Revolotearon, creando formas sin sentido, y cayeron sobre el mar, fundiéndose en las turbulentas aguas.

“Así serás eterna”, se dijo a sí mismo. Cerró los ojos para contener las lágrimas, que amenazaban con escapar de ellos.

Una mariposa, blanca como la luna más pura, dio un par de vueltas a su alrededor, descendiendo después por el acantilado. Actuaba como si entendiera lo que realmente ocurría. Como si supiese lo que pasaba por la cabeza del anciano.

Era hora de volver a casa.



Atravesó por última vez el caserón, recorriendo con paciencia cada una de sus estancias. No pudo evitar revivir un sinfín de escenas en cada habitación a la que entraba. Por supuesto, la protagonista era la misma en cada una de ellas.

Se tumbó sobre su lado de la cama, y giró la cabeza esperando, tal vez, verla descansar allí, junto a él. Sabía que eso no iba a suceder. Y sin embargo, daría lo que fuera por volver a sentirla, aunque fuese por última vez. Estaría dispuesto a dar su vida con tal de tenerla a su lado. Y, en cierto modo, eso era lo que pretendía hacer.

Tanteando en el cajón de la mesita de noche, alcanzó el frasco de pastillas. Una sola de ellas bastaría para ayudarle a dormir. Sin vacilar, cogió unas pocas y se las tragó. Ahora solo debía esperar.



Inspiró, y su respiración se volvió entrecortada.

Espiró, y se sintió liberado. Como si hubiese estado retenido en algún lugar lejos de su hogar y ahora volviese a casa, junto a ella… Dejó que el sueño se apoderara de él, y dedicó un último pensamiento a su amada. Su imagen quedaría grabada en su mente, forjada en fuego, para la eternidad.

Y el anciano ya no volvió a inspirar. Una serena sonrisa teñía su expresión, ofreciendo una siniestra imagen.

Lo había conseguido. Su promesa ya estaba cumplida. Había vencido al olvido y, además, su recuerdo le había acompañado hasta el último instante de su vida. Hasta soltar el último aliento. Se había sentido más cerca que nunca de tenerla entre sus brazos, de poder protegerla y de decirle que la amaba hasta enfermar de locura...

No, ya nunca más estarían alejados.





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