sábado, 28 de octubre de 2017

Catarsis


Cuatro cafés, cuatro amigos en la terraza de un bar, mil historias de la maraña a la que llamamos vida. He capturado algunas de ellas, las que en este hipotético día en la terraza de algún bar hicieron que 4 amigos consiguieran realizar una sanadora catarsis. Podrían haber sido otras historias, otros amigos y otro lugar pero a través de estas que comparto contigo, querido lector, podrán venir a tu mente todas cuantas desees.

Procederemos de la siguiente forma: cada amigo, representado con un número del 1 al 4, expondrá brevemente el detonante de su necesidad de hacer catarsis, la cual se llevará a cabo de forma conjunta cuando todos hayan compartido su historia con los demás.

NOTA: transcribo las historias basándome en las declaraciones de cada amigo y en la lectura de sus ojos (sí, nuestros ojos hablan y yo sé leerlos).

¿Estás preparado?

1. 
He vuelto con mi ex. Sí, ya sé que suena a la típica escena de película en la que mis amigos me dicen que me estoy equivocando, que esto nunca sale bien, etc. Podéis decírmelo si queréis pero os aseguro que el error no es volver con él; el error lo cometí yo cuando dinamité nuestra relación. En este tiempo me he dado cuenta de algo: guardaba miedos, inseguridades, heridas sin cicatrizar que me atormentaban. Nunca permití que sanaran o accedieran a ellas; las guardé bajo llave. Ahora os puedo asegurar que ese tratamiento para las heridas tan solo consigue que se infecten y se extiendan hasta contagiar tu entorno. Esas heridas pueden convertirse en el peor veneno de una relación.
He aprendido una gran lección: debemos aceptar el dolor. Nos empeñamos en huir de situaciones o personas que nos causen dolor cuando este es parte de la vida. Es incluso necesario, diría yo. Al fin y al cabo, no hay calma sin dolor. Jamás sabrás apreciar un vaso medio lleno si no lo has visto vacío.
Os juro que nunca me había sentido tan mal con mi propia persona (y mira que me habéis visto varias veces asomarme al abismo...) pero compartirlo con vosotros me ayuda más de lo que podéis imaginar, es una forma de poner punto y aparte a una etapa de cambios, de evolución. He asumido mis errores, he superado mi tristeza (o, al menos, he aprendido a vivir con ella) y ahora me siento más fuerte que nunca para demostrar que sé amar. 

2. 
Dicen que soy hombre de pocas (pero acertadas) palabras. Debe ser un defecto profesional, por aquello de tejer versos en forma de balas que impacten de pleno en el corazón, que desajusten las válvulas de escape para hacer despertar a mis víctimas.
Para alcanzar un buen manejo de la palabra hay que conocer sus lugares favoritos, los acompañantes que hacen que se sienta segura, la ropa que le hace sentir deseada. Deberás tomar nota de los felinos: guarda silencio, observa con sigilo y actúa en el momento exacto, articulando tu movimiento con el ángulo preciso.
Me da la impresión de que últimamente no nos fijamos mucho en los felinos. ¿Qué nos pasa? No sabemos callarnos ni escuchar. No nos damos cuenta de todo lo que puede llegar a decir un silencio. Liberamos a través de la trampilla de nuestra boca cualquier palabra que se nos antoja sin pensar en las consecuencias.
Me entristece ver cómo muchos de estos vocablos se convierten en presa de discursos vacíos que no dicen nada. En ellos, las palabras nacen sin alas y no tienen más remedio que saltar, flotar apenas por un instante y resignarse a la caída, al olvido. Flaco favor hacen empañando la labor de las familias de palabras respetables, las que saben volar. A estas, aunque cada vez menos comunes, me enorgullece contemplarlas. Admiro cómo alzan el vuelo y planean sobre nuestras mentes. A veces entran por una especie de puertas que poseemos a ambos lados de la cabeza y se instalan en nuestro interior. Si consiguen construir un nido lo suficientemente cómodo pueden incluso dejar descendencia, inspirando así la creación de nuevas generaciones de palabras, nuevas formas de modularlas y canalizar la pasión.

3. 
Mis abuelos cumplían el prototipo de la pareja de ancianos que siempre acude a nuestra mente: construyeron y sacaron adelante un hogar en tiempos de guerra, hambre y verdades silenciadas; celebraron sus bodas de plata, oro y platino; se emocionan al verse rodeados de todos sus hijos y nietos y se (ad)miran en silencio porque las palabras ya perdieron su sentido.
No he sabido valorar esta última realidad hasta que, de la única forma que nos permite apreciar las cosas más bellas, desapareció de mi vida. Lo hizo lentamente: mi abuelo cayó enfermo y pasó sus últimos meses postrado a una cama. Maldito cáncer.
Mi abuela no permitió que nadie la separase de aquella cama, ni siquiera cuando el sueño vencía su débil figura y caía rendida a sus pies. En este tiempo he compartido con ella algunos momentos de intimidad en los que hemos viajado hasta los rincones ya algo turbios de su memoria para hacer honor a su amor por mi abuelo. Pude leer las primeras cartas que se intercambiaron, escuchar de su boca los mejores y peores momentos de sus vidas.
Ahora he podido ver el brillo en los ojos de mi abuela cuando contempla el rostro consumido de mi abuelo, la magia de sus silencios, el favor mudo que no precisa ser pedido ni agradecido, sino que se hace sin ser cuestionado. He podido ver todos esos pequeños detalles que construyen algo grande, los granos de arena que hacen el castillo.
He visto lo que es el amor y, aunque no me siento capaz de ser protagonista de una historia así, creo que conocerla me ha hecho madurar.

4. 
Hace unos días viví un suceso desesperanzador a la par que indignante. De camino a clase en la facultad, como casi todos los días, me crucé con un grupo de críos de instituto. Normalmente caminan como yo, cual zombi sin cerebro, incapaces de articular un pensamiento lúcido a tan tempranas horas del día; sin embargo, esta vez parecían muy despiertos. El que parecía el macho alfa decidió interactuar conmigo de la siguiente forma: "¡eh, chica! ¡Pss, chica! Ah, no, que es un chico" (por si no lo sabías, llevar fular y pulseras te convierte automáticamente en un miembro del género femenino: el débil, el demasiado emocional, el que provoca y se ofende por todo,...). Todos los miembros de la manada (unos 7 u 8) emitieron su característica risa, esa risa comprometida con la inclusión social en un grupo de jóvenes que aún no ha aprendido a enfrentarse a la vida. Esa risa desesperada que te convierte en cómplice de un crimen que pudiste evitar.
Sucesos tan aparentemente inofensivos como este me hacen cuestionarnos como sociedad. Somos homófobos, intolerantes, machistas, racistas... Progresamos a paso lento de tortuga, a veces incluso hacia atrás cual cangrejo (no olvidemos que somos animales). Está en nuestra mano aportar nuestro grano de arena para cambiar el mundo y creo firmemente que la mejor forma de cambiar las cosas es dar ejemplo. Por eso hago un llamamiento a la libertad: seguiré llevando pañuelo y pulseras si me da la gana, amaré al prójimo sin importarme su sexo si me da la gana, te versaré aunque no me ames si me da la gana.
Ahora lo sé: no nací para dar explicaciones, nací para ser libre. Gracias, amigos, por quererme tal y como soy, de la misma forma que yo os amo a vosotros.

Este grupo de amigos tenía por costumbre coleccionar azucarillos de café con frases inspiradoras. Aquel día, como si de un acto divino se tratase, cada azucarillo contenía una frase que parecía resumir a la perfección las inquietudes que habían compartido. O quizá fue la frase lo que inspiró la construcción de sus relatos, aunque prefiero abrazar el misticismo de mi primera teoría. En cualquier caso, las frases de azucarillo eran las siguientes:

1. "Los errores no se niegan, se asumen; la tristeza no se llora, se supera; y el amor no se grita, se demuestra".
2. "Si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar" (Marquesa de Sévigné).
3. "Las cosas más grandes del mundo las definen sus pequeños detalles" (Lutor).
4. "No vivas dando tantas explicaciones; tus amigos no las necesitan, tus enemigos no las creen y los estúpidos no las entienden" (Oscar Wilde).

Tras abrirse en canal, los amigos sellaron su pacto de confidencialidad y apoyo incondicional y se despidieron. Fue entonces cuando pude leer en sus ojos el final de la historia de una pequeña herida. Las heridas nacen, crecen y, si no se sanan compartiéndolas y presentándoles a otras heridas, se infectan y te matan lentamente.

El que se equivoca. El poeta. El romántico. El que reivindica. Todos ellos son caras de mi prisma. No soy ninguno de ellos y soy todos ellos al mismo tiempo. Todos ellos viven en mí.
El alma abierta de madrugada.
Lágrimas, (son)risas.
Amigos, tesoros.
Incendios.
Corazón.
Liberación.
Catarsis.