viernes, 18 de enero de 2013

Fuerte como las olas


Cuando llegaron al acantilado, ya estaba atardeciendo. Se sentaron el uno junto al otro, apoyados en el tronco de un árbol. Solo dos lágrimas rodaron por sus mejillas, yendo a parar a sus pantalones. Era demasiado orgullosa como para llorar delante de otra persona. Aunque esa persona fuese su mejor amigo. Se secó la cara y empezó a hablar con Óscar de cosas superfluas, en un intento inútil por despejar su mente, y dejar de pensar en Alec al menos por un segundo. Cuánto se habían amado. Con fuerza. Con deseo.  Como si no hubiera un mañana. Con miedo a despertarse de aquel sueño imposible, y que la vida les jugase una mala pasada. Y así ocurrió.

Óscar no era tonto. Conocía a su amiga lo suficiente como para saber que estaba fingiendo. Sentía que debía decir algo para hacerle entrar en razón. Algo que borrara del todo la culpa, y le diera fuerzas para seguir adelante. Pero eso a él no se le daba bien. Le costaba expresar con palabras aquello que sentía y, si alguna vez lo conseguía, resultaba demasiado directo.

Y entonces, casi sin pensarlo, dijo algo que hizo reaccionar a Carol. Fue un consejo que le dio su abuelo el día que le enseñó el acantilado:

 “Cuando sientas que la suerte te da la espalda, busca un lugar apartado. Este acantilado es ideal. Cierra los ojos y grita con todas tus fuerzas todo aquello que te haga sentir mal. Déjalo salir. Expúlsalo. Cuando te quedes sin voz, abre los ojos y admira el paisaje a tu alrededor. Contempla las olas en su eterno romper sobre las rocas. Cómo atacan con furia al llegar a ellas, a más de cien metros bajo ti. Cómo retroceden para tomar impulso y volver a intentarlo. Aunque crean que es inútil. Que la roca nunca se romperá. Después de mucho tiempo, sus esfuerzos darán sus frutos. Habrán moldeado la roca a su capricho, creando formas imposibles. Ellas no se rinden nunca. Pase lo que pase, quiero que seas una ola. Que le demuestres a la vida de lo que eres capaz”.

Solo dos lágrimas rodaron por sus mejillas, pero esta vez no eran de tristeza. Eran de alivio. Dentro de lo que cabía, eran de felicidad. Carol sintió que aquello era justamente lo que estaba esperando escuchar. Quizá tan solo necesitara eso, el apoyo de un amigo.





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